En la tela liviana de esta colección, apenas entrevisto al principio, y luego con una innegable potencia, asoma un girasol. Sobre un rojo profundo o un azul inolvidable, con pinceladas rápidas y colores puros aparece una flor que no admite competencia, que eclipsa con rotundidad a cualquier otra que se le una.
Vemos sobre los tejidos un sol plantado en la tierra, un sol que no ha olvidado de dónde proviene, y que vuelve su rostro vegetal a la luz, con todas sus células ansiosas de vida y de calor.
Heliotropo: el que busca el sol. En el dorado metal, sobre el cuello, entrelazados con los dedos, más girasoles: parece que brotaran de la piel, que se entremezclaran con ella, con una calidez que atraviesa el material frío y lo transforma en llama: como los propios girasoles, no son joyas que combinen bien con la inseguridad ni con la timidez.
En un campo, en el jarrón alto de una casa, en el alado bajo de un vestido o anclado sobre el pecho, el girasol pide que lo miremos, sin arrogancia ni artificio. Estoy aquí, parece decirnos, soy un recordatorio de que la belleza existe, una pincelada de vida entre la oscuridad, sobre las gasas, en una gargantilla.
En el siglo XIX, Oscar Wilde, el árbitro de la elegancia, escogía llevar un girasol en sus estrenos. Si era pequeño, en el ojal; si era muy grande, en la mano. No se trataba únicamente de una decisión estética, de una ruptura de convenciones en una sociedad gris, atrapada por sus propios prejuicios y amordazada en corsés. Era la manera de iniciar una nueva moda, de reconocer a los suyos, de mandar un mensaje a quienes eran diferentes. No se escoge un heliotropo como complemento, ni siquiera como tonalidad para un vestido por casualidad. Requiere de una voluntad decidida, del deseo de atrapar aquello que la flor transmite.
- Espido Freire
En la tela liviana de esta colección, apenas entrevisto al principio, y luego con una innegable potencia, asoma un girasol. Sobre un rojo profundo o un azul inolvidable, con pinceladas rápidas y colores puros aparece una flor que no admite competencia, que eclipsa con rotundidad a cualquier otra que se le una.
Vemos sobre los tejidos un sol plantado en la tierra, un sol que no ha olvidado de dónde proviene, y que vuelve su rostro vegetal a la luz, con todas sus células ansiosas de vida y de calor.
Heliotropo: el que busca el sol. En el dorado metal, sobre el cuello, entrelazados con los dedos, más girasoles: parece que brotaran de la piel, que se entremezclaran con ella, con una calidez que atraviesa el material frío y lo transforma en llama: como los propios girasoles, no son joyas que combinen bien con la inseguridad ni con la timidez.
En un campo, en el jarrón alto de una casa, en el alado bajo de un vestido o anclado sobre el pecho, el girasol pide que lo miremos, sin arrogancia ni artificio. Estoy aquí, parece decirnos, soy un recordatorio de que la belleza existe, una pincelada de vida entre la oscuridad, sobre las gasas, en una gargantilla.
En el siglo XIX, Oscar Wilde, el árbitro de la elegancia, escogía llevar un girasol en sus estrenos. Si era pequeño, en el ojal; si era muy grande, en la mano. No se trataba únicamente de una decisión estética, de una ruptura de convenciones en una sociedad gris, atrapada por sus propios prejuicios y amordazada en corsés. Era la manera de iniciar una nueva moda, de reconocer a los suyos, de mandar un mensaje a quienes eran diferentes. No se escoge un heliotropo como complemento, ni siquiera como tonalidad para un vestido por casualidad. Requiere de una voluntad decidida, del deseo de atrapar aquello que la flor transmite.
- Espido Freire